“Venezuela fue el país más libre del mundo”: Gabriel García Márquez

A propósito de lo que sucede en el país vecino, publicamos un fragmento del reciente libro “El escándalo del siglo”, del sello Literatura Random House, en el cual el entonces joven escritor describe cómo el pueblo venezolano derrocó al dictador Marcos Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958.

Especial para El Espectador *
27 de enero de 2019 - 02:00 a. m.
El general Marcos Pérez Jiménez (1914-2001) murió un 20 de septiembre  en Alcobendas, España, tras un ataque al corazón. / AP
El general Marcos Pérez Jiménez (1914-2001) murió un 20 de septiembre en Alcobendas, España, tras un ataque al corazón. / AP
Foto: ASSOCIATED PRESS - Anonymous

Fue ese año (1955), en París, cuando oí por primera vez el nombre de Fidel Castro. Se lo oí al poeta Nicolás Guillén, quien padecía un destierro sin esperanzas en el Gran Hotel Saint-Michel, el menos sórdido de una calle de hoteles baratos donde una pandilla de latinoamericanos y argelinos esperábamos un pasaje de regreso comiendo queso rancio y coliflores hervidas.

El cuarto de Nicolás Guillén, como casi todos los del Barrio Latino, eran cuatro paredes de colgaduras descoloridas, dos poltronas de peluche gastado, un lavamanos y un bidet portátil y una cama de soltero para dos personas donde habían sido felices y se habían suicidado dos amantes lúgubres de Senegal. (Le puede interesar: Las cartas secretas de Gabo y Guillermo Cano Isaza).

Sin embargo, a veinte años de distancia, no logro evocar la imagen del poeta en aquella habitación de la realidad, y en cambio lo recuerdo en unas circunstancias en que no lo he visto nunca: abanicándose en un mecedor de mimbre, a la hora de la siesta, en la terraza de uno de esos caserones de ingenio azucarero de la espléndida pintura cubana del siglo XIX. En todo caso, y aun en los tiempos más crueles del invierno, Nicolás Guillén conservaba en París la costumbre muy cubana de despertarse (sin gallo) con los primeros gallos, y de leer los periódicos junto a la lumbre del café arrullado por el viento de maleza de los trapiches y el punteo de guitarras de los amaneceres fragosos de Camagüey.

Luego abría la ventana de su balcón, también como en Camagüey, y despertaba la calle entera gritando las nuevas noticias de la América Latina traducidas del francés en jerga cubana. La situación del continente en aquella época estaba muy bien expresada en el retrato oficial de la conferencia de jefes de Estado que se había reunido el año anterior en Panamá: apenas si se vislumbra un civil escuálido en medio de un estruendo de uniformes y medallas de guerra. Incluso el general Dwight Eisenhower, que en la presidencia de los Estados Unidos solía disimular el olor a pólvora de su corazón con los vestidos más caros de Bond Street, se había puesto para aquella fotografía histórica sus estoperoles de guerrero en reposo.

De modo que una mañana Nicolás Guillén abrió su ventana y gritó una noticia única:

–¡Se cayó el hombre!

Fue una conmoción en la calle dormida porque cada uno de nosotros creyó que el hombre caído era el suyo. Los argentinos pensaron que era Juan Domingo Perón, los paraguayos pensaron que era Alfredo Stroessner, los peruanos pensaron que era Manuel Odría, los colombianos pensaron que era Gustavo Rojas Pinilla, los nicaragüenses pensaron que era Anastasio Somoza, los venezolanos pensaron que era Marcos Pérez Jiménez, los guatemaltecos pensaron que era Castillo Armas, los dominicanos pensaron que era Rafael Leónidas Trujillo, y los cubanos pensaron que era Fulgencio Batista. Era Perón, en realidad.

Más tarde, conversando sobre eso, Nicolás Guillén nos pintó un panorama desolador de la situación de Cuba. “Lo único que veo en el porvenir –concluyó– es un muchacho que se está moviendo mucho por los lados de México”. Hizo una pausa de vidente oriental, y concluyó:

–Se llama Fidel Castro.

Tres años después, en Caracas, parecía imposible que aquel nombre se hubiera abierto paso en tan poco tiempo y con tanta fuerza hasta el primer plano de la atención continental. Pero aún entonces nadie hubiera pensado que en la Sierra Maestra se estaba gestando la primera revolución socialista de América Latina. (Lea: El periódico que Gabo no pudo hacer en Venezuela).

En cambio, estábamos convencidos de que se empezaba a gestar en Venezuela, donde una inmensa conspiración popular había desbaratado en veinticuatro horas el tremendo aparato de represión del general Marcos Pérez Jiménez. Vista desde afuera, había sido una acción inverosímil, por la simplicidad de sus planteamientos y la rapidez y la eficacia devastadora de sus resultados.

La única consigna que se impartió a la población fue que a las doce del día del 23 de enero de 1958 se hiciera sonar el claxon de los automóviles, que se interrumpiera el trabajo y se saliera a la calle a derribar la dictadura. Aun desde la redacción de una revista bien informada, muchos de cuyos miembros estaban comprometidos en la conspiración, aquélla parecía una consigna infantil. Sin embargo, a la hora solicitada, estalló un inmenso clamor de bocinas unánimes, se hizo un embotellamiento descomunal en una ciudad donde ya entonces los embotellamientos del tránsito eran legendarios, y numerosos grupos de universitarios y obreros se echaron a las calles para enfrentarse con piedras y botellas contra las fuerzas del régimen.

De los cerros vecinos, tapizados de ranchos de colores que parecían pesebres de Navidad, descendió una arrasadora marabunta de pobres que convirtió a la ciudad entera en un campo de batalla. Al anochecer, en medio de los tiroteos dispersos y los aullidos de las ambulancias, circuló un rumor de alivio por la redacción de los periódicos: la familia de Pérez Jiménez escondida en tanques de guerra se había asilado en una embajada. Poco antes del amanecer se hizo un silencio abrupto en el cielo, y luego estalló un grito de muchedumbres desaforadas y se desataron las campanas de las iglesias y las sirenas de las fábricas y las bocinas de los automóviles, y por todas las ventanas salió un chorro de canciones criollas que se prolongó casi sin pausas durante dos años de falsas ilusiones.

Pérez Jiménez se había fugado de su trono de rapiña con sus cómplices más cercanos, y volaba en un avión militar hacia Santo Domingo. El avión había estado desde el mediodía con los motores calientes en el aeropuerto de La Carlota, a pocos kilómetros del palacio presidencial de Miraflores, pero a nadie se le había ocurrido arrimarle una escalerilla cuando llegó el dictador fugitivo acosado de cerca por una patrulla de taxis que no lo alcanzaron por muy pocos minutos. Pérez Jiménez, que parecía un nene grandote con lentes de carey, fue izado a duras penas con una cuerda hasta la cabina del avión, y en la dispendiosa maniobra olvidó en tierra su maletín de mano. Era un maletín ordinario, de cuero negro, donde llevaba el dinero que había ocultado para sus gastos de bolsillo: trece millones de dólares en billetes.

Desde entonces y durante todo el año de 1958, Venezuela fue el país más libre de todo el mundo. Parecía una revolución de verdad: cada vez que el gobierno vislumbraba un peligro, acudía al pueblo de inmediato por conductos directos, y el pueblo se echaba a la calle contra cualquier tentativa de regresión. Las decisiones oficiales más delicadas eran del dominio público. No había un asunto de Estado de cierto tamaño que no fuera resuelto con la participación de los partidos políticos, con los comunistas al frente, y al menos en los primeros meses los partidos eran conscientes de que su fuerza se fundaba en la presión de la calle.

Si aquélla no fue la primera revolución socialista de la América Latina debió de ser por malas artes de cubileteros, pero en ningún caso porque las condiciones sociales no hubieran sido las más propicias. Entre el gobierno de Venezuela y la Sierra Maestra (en Cuba) se estableció una complicidad sin disimulos. Los hombres del Movimiento 26 de Julio destacados en Caracas hacían propaganda pública por todos los medios de difusión, organizaban colectas masivas y despachaban auxilios para las guerrillas con la complacencia oficial.

Los universitarios venezolanos, que habían tenido una participación aguerrida en la batalla contra la dictadura, les mandaron por correo a los universitarios de La Habana unas bragas de mujer. Los universitarios cubanos disimularon muy bien la impertinencia de aquella encomienda triunfalista, y en menos de un año, cuando triunfó la Revolución en Cuba, se las devolvieron a los remitentes sin ningún comentario. La prensa de Venezuela, más por la presión de las propias condiciones internas que por la voluntad de sus dueños, era la prensa legal de la Sierra Maestra. Daba la impresión de que Cuba no era otro país, sino un pedazo de la Venezuela libre que aún estaba por liberar.

El Año Nuevo de 1959 era uno de los pocos que Venezuela celebraba sin dictadura en toda su historia. Mercedes y yo, que nos habíamos casado por aquellos meses de júbilo, regresamos a nuestro apartamento del barrio de San Bernardino con las primeras luces del amanecer, y encontramos que el ascensor estaba descompuesto. Subimos los seis pisos a pie con estaciones para descansar en los rellanos, y apenas habíamos entrado en el apartamento cuando nos estremeció la sensación absurda de que se estaba repitiendo un instante que ya habíamos vivido el año anterior: un grito de muchedumbres desaforadas se había alzado de pronto en las calles dormidas, y se desataron las campanadas de las iglesias y las sirenas de las fábricas y las bocinas de los automóviles, y por todas las ventanas salió el torrente de arpas y cuatros y voces entorchadas de los joropos de gloria de las victorias populares.

Era como si el tiempo se hubiera vuelto a la inversa y Marcos Pérez Jiménez hubiera sido derribado por segunda vez. Como no teníamos teléfono ni radio, bajamos a zancadas las escaleras preguntándonos asustados qué clase de alcoholes de delirio nos habían dado en la fiesta, y alguien que pasó corriendo en el fulgor de la madrugada nos acabó de aturdir con la última coincidencia increíble: Fulgencio Batista se había fugado de su trono de rapiña con sus cómplices más cercanos y volaba en un avión militar hacia Santo Domingo.

Dos semanas más tarde llegué a La Habana por primera vez. La ocasión se me presentó más pronto de lo que esperaba pero en las circunstancias menos esperadas. El 18 de enero, cuando estaba ordenando el escritorio para irme a casa, un hombre del Movimiento 26 de Julio apareció jadeando en la desierta oficina de la revista en busca de periodistas que quisieran ir a Cuba esa misma noche. Un avión cubano había sido mandado con ese propósito. Plinio Apuleyo Mendoza y yo, que éramos los partidarios más resueltos de la Revolución cubana, fuimos los primeros escogidos.

Apenas si tuvimos tiempo de pasar por casa a recoger un saco de viaje, y yo estaba tan acostumbrado a creer que Venezuela y Cuba eran un mismo país, que no me acordé de buscar el pasaporte. No hizo falta: el agente venezolano de inmigración, más cubanista que un cubano, me pidió cualquier documento de identificación que llevara encima, y el único papel que encontré en los bolsillos fue un recibo de lavandería. El agente me lo selló al dorso, muerto de risa, y me deseó un feliz viaje.

***

Para quienes habíamos vivido en Caracas todo el año anterior, no era una novedad la atmósfera febril y el desorden creador de La Habana a principios de 1959. Pero había una diferencia: en Venezuela una insurrección urbana promovida por una alianza de partidos antagónicos, y con el apoyo de un sector amplio de las Fuerzas Armadas, había derribado a una camarilla despótica, mientras en Cuba había sido una avalancha rural la que había derrotado, en una guerra larga y difícil, a unas Fuerzas Armadas a sueldo que cumplían las funciones de un ejército de ocupación. Era una distinción de fondo, que tal vez contribuyó a definir el futuro divergente de los dos países, y que en aquel espléndido mediodía de enero se notaba a primera vista.

* Cortesía Penguin Random House Grupo Editorial (Literatura Random House). La crónica “No se me ocurre ningún título” fue publicada originalmente en enero de 1977 en la Revista de Casa de las Américas, en La Habana.

Por Especial para El Espectador *

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