Solo una de cada diez personas es capaz de entender esta idea

Luis Carlos Reyes
09 de mayo de 2019 - 10:10 a. m.

La guerra comercial entre EE.UU. y China al igual que los aranceles a las importaciones de textiles que aprobó el Congreso colombiano son un recordatorio de que muchas personas –incluyendo presidentes y congresistas de derecha y de izquierda, de países desarrollados y subdesarrollados– siguen sin entender uno de los principios más importantes de la economía: el de la ventaja comparativa.

Se cuenta que una vez le preguntaron a Paul Samuelson, ganador del primer Premio Nobel en Economía y probablemente el economista más influyente del siglo XX, si existía alguna conclusión en su disciplina que fuera a la vez irrefutable y no trivial. La pregunta venía a que muchos principios económicos son lo uno pero no lo otro. La llamada ley de la demanda, por ejemplo, dice que cuando el precio de un bien es bajo la gente consume más que cuando el precio es alto: es un principio que aplica casi sin excepción, pero, la verdad, es bastante trivial, y no hay que estudiar economía para entenderlo. Por otro lado, muchas teorías económicas complejas tienen tantos oponentes razonables como tienen partidarios, así que uno queda en las mismas, sin conclusiones definitivas, y es válido preguntarse si tiene sentido basar la política económica en algo distinto al simple sentido común.    

La respuesta de Samuelson fue que incluso muchas personas brillantes no entienden el principio de la ventaja comparativa, el cual dista de ser trivial y sin embargo es irrefutable. Este principio establece que el comercio internacional es beneficioso incluso para un país menos eficiente que todos los demás países del mundo en la producción de todos los bienes –es decir, que cualquier cosa que produzca la va a producir utilizando más recursos que los que utilizan los demás países para la misma tarea–. Los beneficios agregados del libre comercio son mayores que los de tratar de proteger las industrias nacionales de la competencia internacional.

Para los políticos latinoamericanos que todavía tienen en su mesita de noche una copia ajada de Las venas abiertas de América Latina, el principio de la ventaja comparativa es una herejía política: implica, entre otras cosas, que nuestros problemas económicos no son culpa de las políticas comerciales de los gringos ni de los TLC. Curiosamente, estas convicciones los hacen aliarse con los ineficientes capitalistas nacionales para protegerlos de la competencia extranjera, incluso a costa de millonarias pérdidas para los trabajadores colombianos, que actualmente están a punto de tener que financiar un gran subsidio a la industria textilera pagando precios más altos por la ropa de sus familias.

La idea de la ventaja comparativa es esta: puede que para producir cualquier cosa mi país necesite más horas de trabajo, capital y tierra que todos los demás países. Pero en algunas cosas somos menos ineficientes que en otras: puede, por ejemplo, que en la producción de textiles gastemos tres veces más recursos que China, mientras que en la producción de plásticos gastamos “apenas” dos veces más recursos que ellos. Si es así, como país podemos consumir más textiles y más plásticos si nos enfocamos en producir plástico y exportarlo a China, y utilizamos los ingresos de las exportaciones de plástico para comprar los textiles que necesitamos. No es necesario que tengamos trabajadores, fábricas o tierras más productivas que ellos para que estemos “listos” para beneficiarnos del intercambio comercial, y ellos no nos van a quebrar ni a sacar del mercado, porque nuestros recursos siguen siendo nuestros y los vamos a utilizar en algo.

Es cierto que el libre comercio perjudica a los productores de textiles. Pero las ganancias de todos los demás son suficientes para compensar a los que pierden, y aún así queda sobrando. La manera correcta de abordar los problemas de distribución del ingreso causados por el comercio internacional no es el proteccionismo, sino tener un Estado de bienestar financiado por un sistema tributario equitativo y eficiente. Tratar de solucionar la desigualdad y el desempleo a punta de aranceles a las importaciones es un remedio peor que la enfermedad, más o menos como tratar de hacer acupuntura con un tenedor.

No sé si en realidad solo una de cada diez personas entiendan la ventaja comparativa; quizá sean menos. Pero no deja de ser decepcionante que los responsables de la política económica no se encuentren entre ellas.

* Ph.D., profesor del Departamento de Economía y director del Observatorio Fiscal, Universidad Javeriana.

Twitter: @luiscrh

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