Vale la pena recordar que hace casi 25 años la Universidad Nacional vivió una situación similar a la actual, pero con muy distinto desenlace, lo que quizás sirva como elemento de reflexión. Por entonces, cuando llevaba poco menos de 30 años como profesora e investigadora de la Universidad, me presenté como candidata a la rectoría y mi nombre, junto con los de los profesores Víctor Manuel Moncayo y Clemente Forero, conformó la terna mayoritaria que por entonces se enviaba para la consideración del Consejo Superior Universitario.
Como hoy, el Consejo examinó las hojas de vida y escuchó a los tres, en medio del eco de una campaña extremadamente sucia por los epítetos y graves embustes que se pusieron en circulación en mi contra y en el del profesor Forero. Entrada la votación, el Consejo mantuvo durante varios días un empate de votos entre mi nombre y el de Moncayo. Algunos miembros del sindicato de profesores, trabajadores y estudiantes organizaron ruidosas marchas y llenaron la universidad de pancartas con amenazas de tomas y paros; no dudaron en colocar grafitti donde me señalaban de “paramilitar, su hora les llegará”, los que fotografió mi hija, estudiante de la Universidad Nacional en ese momento. Pero en el Consejo persistió el empate, cuatro y cuatro, entre Moncayo y mi nombre.
Ante el clima de confrontación interna, la inminente desestabilización y la imposibilidad de lograr la mayoría requerida para mi nombre, opté por acordar con quienes me apoyaban, los delegados del gobierno y otro miembro del CSU, el retiro de mi nombre. Ninguno, ni ellos ni yo, antepusimos nuestras preferencias y certezas sobre otra política universitaria, sobre el resguardo de la estabilidad institucional. Se desencadenaron muchas críticas sobre lo que muchos vieron como una debilidad. Pero tantos años después, volviendo a mirar lo ocurrido, creo que estuvimos en lo cierto, pues pese al costo personal, y en contraste con los epítetos que se habían lanzado contra mi nombre, le evitamos una costosa situación de confrontación a la universidad.
En efecto, sigo creyendo que los gobiernos deben acatar la autonomía universitaria. En aquella ocasión la división y la tensión internas tuvieron peso para la decisión que tomamos, pues se requiere mantener la autonomía universitaria, sin perder de vista la importancia de contar con el respaldo del gobierno y sobrepasar la confrontación para sacar adelante los múltiples fines de la principal universidad estatal.
Es cierto que el mecanismo vigente de nombramiento es equívoco, da lugar al malestar y se presta a manipulaciones varias. Pero sobre todo es cierto que debe prevalecer el interés superior de asegurar el funcionamiento de una institución central para la formación de ciudadanía, la educación universitaria y la investigación en Colombia.
Esta es una institución pública, plural en muchos sentidos, sociales, culturales, de pensamiento ideo-político y corrientes académicas, y ese carácter no se puede perder bajo el control de una u otra corriente que forcejea más. Mucho está en juego para el país; debe ser posible construir consensos para reformar la Ley 30 de 1992, enderezar los equívocos del gobierno interno y revisar la vigencia del proyecto académico en su conjunto. Es hora de abandonar los empeños particulares y de buscar salidas generosas a esta dolorosa crisis.
* Profesora Emérita de la Universidad Nacional de Colombia