Jorman Campuzano, de domiciliario de pollos a jugador de Nacional

El universo conspiró para que al oriundo en Tamalameque (Cesar) no se le diera en el fútbol. Tras muchos vaivenes llegó al cuadro verdolaga, con el que debutó en Copa Libertadores ante Colo Colo. Una historia de superación.

Thomas Blanco
27 de febrero de 2018 - 04:08 p. m.
Jorman Campuzano, de domiciliario de pollos a jugador de Nacional

Suenan las balas en un pueblo polvoriento y olvidado por el Estado. Pero que los paramilitares tienen bien presente en su radar en medio de los virulentos tiempos del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Jorman tira los controles del Playstation, corre despavorido junto a Frederick, su hermano. La mesa de la cocina vuelve a ser su refugio: las Águilas Negras siguen haciendo de las suyas.

Se para la pesca en las orillas del río Magdalena. Un día más en Tamalameque, Cesar. Las tareas sin llenar, para después. Un día más en el que Jorman Campuzano no podrá hacer lo que más le gusta: escaparse a jugar fútbol. Un día sin las ampollas por patear balones a pies descalzos. Un día sin el correazo de don Aristides, su padre.

Porque lo de Jorman paradójicamente no fue el estudio. En un hogar en el que el hombre de la casa impartía clases de química en la escuela del pueblo. Su papá: un tipo conservador, hasta temperamental. Pero que da la vida por los suyos.

Jorman lo tenía claro: no iba a nadar en la misma corriente de su hermano. Frederick tuvo todas las condiciones para ser futbolista profesional, pero siguió los lineamientos de su padre y acabó la escuela. Pero ya era muy tarde. A Tamalameque no llega nadie, no hay cómo mostrarse.

Por eso con 15 años Jorman le soltó la bomba a don Aristides. En un día en el que su progenitor lloraba la muerte de Enrique, su padre. Sacando ventaja de su debilidad, Jorman empacó maletas un día después del entierro de su abuelo y partió solo a Bogotá. Dejó una promesa: no hay fútbol sin bachillerato. Tenía que estudiar.

Llegó a la casa de Asneyer, su tío. Aunque lo acompañó poco, pues era escolta de tractomulas en Cartagena. Jorman se quedó con su tía política. Fue a su nuevo colegio en la localidad de Bosa y Jorman no cayó bien en el salón. “Hey, yo soy de pueblo y yo me hago matar”, les dijo a unos compañeros que lo increparon en su segunda jornada de clases.

Al día siguiente, la benevolencia de un niño del salón le aclaró el panorama: “Panita, cuídate la espalda, que los pelados con los que peleaste ayer te están esperando con cuchillos”. En Bogotá no era a puños como él pensaba. Cuando le faltaban dos clases para salir, convenció al portero de la escuela para que lo dejara irse. Nunca más volvió.

Se quedó un mes entero en un parque. Salía a las seis de la mañana haciendo los ademanes de ir a estudiar. Cuando eran las 12 del día volvía a la casa sin tareas y con los cuadernos en blanco. Una mañana se arrimó a una cancha sintética y un grupo de hombres lo pusieron a jugar. Jorman anotó varios goles y fue la figura del partido. “Vengo de la costa a buscar oportunidades”, confesó. El equipo lo convocó todos los fines de semana con la empresa a cambio de $50.000. Hasta le regalaron zapatos para jugar fútbol.

Fue así como llegó a una escuela llamada Churta Millos. Ahí, en un partido contra La Equidad, anotó dos goles. El equipo asegurador lo invitó a hacer parte de la plantilla.

–¡Te me quedas en el pueblo a estudiar! –gritó Aristides cuando Jorman volvió a Tamalameque a pasar la Navidad.

–Lo tuyo es estudiar, lo mío no. Tengo que mostrarme, quiero ser profesional. Por acá no me mira nadie –le respondió a su padre.

–Entonces olvídate de nosotros.

Palabras lapidarias. Lloró, se sintió solo. Pero Jorman tenía su norte claro. Consiguió los $70.000 del pasaje y volvió a Bogotá. Su tío no lo podía recibir más, por lo que se quedó en la habitación de Jhon Fredy, un amigo suyo del pueblo.

Un día fue a La Chispita Dorada, un asadero de pollos en Venecia, en el sur de la ciudad. Llegó a pedir que le dieran algo de comer. “Buenas, jefe, ¿me fía los 2.000 pesos de la sopa de mondongo? Venga que yo soy amigo de Jhon Fredy”.

Úber Neira le dio la de menudencias, que era 500 pesos más barata. Jhon Fredy le había dicho unos días antes que le diera oportunidad al joven para jugar con el equipo de la pollería en la cancha de microfútbol del barrio. Lo citó el sábado y Jorman mostró todas sus condiciones. Don Úber le dio trabajo lavando platos y haciendo domicilios. En unos cuantos días se ganó su confianza y lo arropó como si fuera su hijo. “Fue como un padre para mí”. Se fue a vivir con él y Juan David, el hijo, se convirtió en su hermano menor.

En Argentina tenían en el radar a Jorman, quien viajó a hacer pruebas con Banfield, uno de los clubes más tradicionales de Buenos Aires. Impresionó y volvió a Bogotá a preparar todo para su partida definitiva. Su sueño en el extranjero se truncó, pues los $10 millones que mandó el equipo argentino para su pasaje de vuelta, se perdieron. Nadie le respondió. Jorman pensó que el fútbol había muerto para él.

Con 18 años vio en Facebook que Deportivo Pereira estaba haciendo pruebas. Vendió su celular por $200.000, cogió una flota y fue a quemar su último cartucho. De no quedar, se devolvía al pueblo a graduarse del colegio.

Llegó y había casi 400 personas inscritas a hacer las pruebas. “Acá hay mucho morocho, yo soy atacante. Esos negros me van a ganar corriendo”, pensó.

Hernán Lisi, técnico del Pereira, dijo: “Levanten las manos los arqueros. Ahora los centrales”. En un ataque descontrolado del destino, Jorman levantó el brazo. “Qué carajos acabo de hacer”.

Pasó todos los filtros. Uno tras otro. Hasta que quedaron once personas, una en cada posición. Luego el partido fue contra el equipo sub-20 del club. “Me entregué por completo. Me tiraban el balón largo y yo llegaba porque llegaba. Si perdía la pelota, la recuperaba. Afuera veía que los profesionales y los del cuerpo técnico me señalaban”.

Se acabó el compromiso. Hernán Lisi se levantó: “Bueno, gracias a todos. De todos sólo voy a mencionar un nombre: Jorman Campuzano. En usted veo un volante de marca. Para mí, trabajando, usted puede llegar lejos. Lo espero mañana a entrenar”.

Jorman se puso a llorar, quiso llamar a sus padres. Ahí recordó que no se sabía el número de ellos, lo tenía guardado en el celular que había vendido para llegar a Pereira. Rubén Darío Marín, jefe de seguridad del equipo, lo trató como un hijo. Lo sacó de la casa hogar y le consiguió una habitación al lado de él. “Jorman, yo lo voy a joder todos los días hasta que usted llegue a la selección”.

A las nueve de la noche ya tenía que estar acostado. Dejó el arroz con huevo que comía todos los días. Y el cesarense encontró una nueva familia que lo recibió con los brazos abiertos.

Pasaron los meses y Jorman Campuzano se convirtió en referente del Pereira. Atlético Nacional puso la mirada en el volante de marca y se fue a uno de los equipos más grandes de Colombia. Cuando confirmó su fichaje, llamó a Aristides.

–Papi, usted que no creía en mí. Cumplí su sueño.

–Mijo, mi sueño es que usted juegue en Nacional.

–Pues el viernes viajo para allá. Estoy en el equipo de su alma. El que tiene pintado en las paredes. ¡Cumplí su sueño jueputa!

Llegó con mirada tímida. Hay muchas estrellas al lado suyo. Sin hacer bulla en medio de todos los jugadores de renombre que ficharon con el equipo.

A pesar de sus 21 años, Jorge Almirón le ha dado el voto de confianza desde el primer partido: en la Superliga ante Millonarios. “Yo tengo que cumplirle a mi papá: ser bachiller”, cierra Jorman Campuzano, una de las revelaciones de la Liga Águila, quien jugó ante Colo Colo en el debut del cuadro antioqueño en la Copa Libertadores. Las amenazas en el colegio, su trabajo en la pollería, la plata que no apareció, la mano que hizo pactos con el destino y se levantó para que fuera central, todo. Todo ahora tiene sentido.

Thomas Blanco Lineros - @thomblalin

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