Rompiendo el cerco del abuso sexual

Cristina de la Torre
20 de febrero de 2018 - 04:55 a. m.

“Un dedo en la boca, símbolo universal del silencio, fue lo único que necesitó el violador de Claudia Morales para que no lo denunciara”. Desde entonces —escribe María Antonia García (The New York Times, febrero 12)—, Morales ha acudido al silencio como refugio frente a leyes que en Colombia han resultado ineficaces para lidiar con la violencia de género y el acoso. Diríase que el criminal, en el pináculo del poder que entre nosotros se resuelve a menudo en muerte, protege su cobardía imponiéndole a la víctima silencio; y ésta lo asume como única garantía de supervivencia. Por su parte, la patrullera Ana Milena Cruz denuncia acoso sexual de su jefe, coronel Óscar Pinzón, comandante de Policía en el Huila. Aunque un colega de la agraviada le aconsejó guardar silencio ya que el padrino del agresor pintaba para director de la institución, lo que “le daría más poder y habría que temer”. Y esta semana, al ataque de un estudiante contra una condiscípula en la Universidad Pontificia Bolivariana responden las directivas con misiva deshonrosa que revictimiza a la víctima y a todas las mujeres del claustro.

Amiga de la ideología contra el género femenino que con tanta pasión cultivan Viviane Morales, Alejandro Ordóñez, pastores y curas, la UPB alza su voz desde la veta más retinta del oscurantismo cuando un alumno le levanta la falda a una estudiante y la derriba al piso. Y no para sancionar al malandro, sino para culpar a las mujeres del acoso y la violencia masculina contra ellas. Recomienda a las estudiantes evitar el uso de “prendas muy ajustadas… de minifalda, short o escote muy pronunciado”; sugiere llevar “ropa discreta (pues) no hay nada más incómodo que distraer la atención de tus compañeros de clase y profesores…”.

Revive la UPB las pastorales de monseñor Builes, añosas catilinarias dirigidas a la Medellín camandulera, hoy de camándula y Popeye, empeñada en asfixiar la metrópoli que busca mejores aires. Denostaba Builes todavía en 1963 la falda “a medio muslo” y los “descotes vergonzosos”. Ante “semejante impúdico y escandaloso espectáculo, todos sienten fastidio y vergüenza, tentaciones, pasiones, pensamientos y deseos deshonestos”. Condenó el prelado “la nueva ola de carne inmunda y horrenda corrupción”; la rebelión de la mujer moderna contra lo que Dios dispuso para salvarle el pudor “cubriendo sus vergüenzas”. Tal como lo hizo con Eva en el paraíso. Respira odio esta normativa sobre el vestir; y sugiere bíblico mandato de venganza contra la mujer, víbora que ya desde su creación perdió al varón y lo condenó a la intemperancia. Y la UPB le sigue el paso, sabiendo de dinámicas de agresión en cadena que principian con acoso, escalan a violación y pueden culminar en feminicidio. Documentado está.

Según Medicina Legal, en 2017 hubo en Colombia 565 feminicidios; y más de medio millón de casos de violencia de pareja, en 86% de los cuales la afectada fue la mujer. Cada día, 43 niñas sufren violencia sexual. Pero sólo se denuncia el 10% de los casos, y entre ellos la impunidad alcanza el 97%. Señala la Fiscalía que de cada 100 mujeres que denuncian, diez terminan asesinadas por su compañero.

En Colombia es más arriesgado denunciar a un abusador que abusar de una mujer, apunta García, pues el abuso sexual se alimenta del miedo de sus víctimas. Miedo padece Claudia Morales, pero denuncia. Lo siente Ana Milena Cruz, pero denuncia. Lo saben las estudiantes de la UPB, y protestan. Mientras se decide la justicia a proteger a la víctima que pronuncie el nombre de su violador, asestan aquellas mujeres un golpe certero contra el cerco del abuso sexual. Porque enfrentan poderes inmarcesibles que lo afianzan y abrigan: la política, la milicia, la religión.

 

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